De la communitas perfecta a la civitas christiana:
sobre los fundamentos del “conciliarismo”
de Marsilio de Padua

Julio A. Castello Dubra

(Universidad de Buenos Aires - CONICET)

juliocastellodubra@conicet.gov.ar

Resumen

El trabajo se ocupa de la eclesiología de Marsilio, en particular, de la teoría marsiliana del concilio. Se propone determinar en qué medida puede constituir un punto de comparación con las tesis de los autores conciliaristas del S. XV. Como es sabido, Marsilio reformula radicalmente la teoría de la Iglesia. El objetivo teórico-político de refutar la doctrina de la plenitudo potestatis papal lo lleva a plantear una inclusión de la Iglesia en el aparato gubernamental de la comunidad política y la subordinación de la toda la jerarquía eclesiástica al poder político. Marsilio integra el discurso filosófico que procede por demostración racional a partir de principios autoevidentes con el discurso basado en la Revelación y las autoridades. En los hechos, hay una aplicación de las tesis sobre la communitas politica a la communitas fidelium. Esto vale también para la demostración de puntos medulares como la atribución al concilio de la determinación de los pasajes dudosos de la Escritura, vale decir, la determinación de los asuntos doctrinales en materia de fe, y de todo lo relativo al culto. Con ello, Marsilio se anticipa a muchos de los problemas teóricos y prácticos motivados por el Cisma de Occidente y que derivaron en la propuesta de las soluciones conciliaristas. Tanto la radicalidad de las tesis de Marsilio, como sus fuentes e inspiración filosóficas explican por qué no fue tan utilizado por los canonistas del S. XV, más proclives a basarse en las fuentes jurídicas del derecho romano o eclesiástico.

Palabras clave: Conciliarismo – Marsilio de Padua – Filosofía política

Summary

The paper deals with Marsilius’ ecclesiology; in particular, the Marsilian theory of Council. It aims to determine in what measure such theory can be compared with the theses of the Conciliarist authors of the XVth century. Marsilius, as it is known, reformulates the theory of the Church in a radical way. His theoretical and political goal is to refute the doctrine of papal plenitudo potestatis. This leads him to include the Church in the governmental machinery of the political community and to subordinate the whole of ecclesiastical hierarchy to the political authority. Marsilius integrates the philosophical discourse that proceeds through rational demonstration from self-evident principles with the discourse based on Revelation and the Christian authorities. In fact, he applies the theses regarding the communitas politica to the communitas fidelium. This is also valid for the demonstration of nodal points. For example, when it comes to investing the Council with the power to interpret doubtful passages of the Scripture, i.e., with the power to determine key doctrinal issues and everything related to the cult. In this way, Marsilius anticipates many of the theoretical and practical problems raised by the Western Schism that eventually led to propose Conciliarist solutions. Both his extreme theses and his sources of philosophical inspiration explain why the Canonists of the XIV century hardly quoted him and were more prone to basing themselves in the juristic sources of Roman and Canon law.

Palabras clave: Conciliarism – Marsilius of Padua – Political Philosophy

Marsilio de Padua es sin duda un singular precedente de lo que se ha dado en denominar el conciliarismo del S. XV. Como tal, no constituye, en verdad, un caso aislado o excepcional. Su nombre puede figurar al lado de otros autores como Juan de París y Guillermo de Ockham, quienes, en respuesta a cuestiones diversas, en contextos diferentes y con diversa opinión también han delimitado un cierto espacio de autoridad para el concilio general dentro del gobierno de la Iglesia. Más difícil resulta determinar si, fuera de representar un claro antecedente de teorías posteriores, la posición de Marsilio influyó de hecho en los autores conciliaristas del S. XV, cuál haya sido el alcance preciso de esa influencia y si es comprobable a través de las fuentes. Es un hecho que Marsilio aparece referido en la obra de Dietrich de Niem, Juan Gerson, y de una manera mucho más velada en el De concordantia Catholica de Nicolás de Cusa1.

Es sabido que, a diferencia de lo que ocurre con la crítica contemporánea, la obra de Marsilio despertó poco o nulo interés respecto de su filosofía de la comunidad política natural, mientras que tuvo una notable repercusión –positiva o negativa– respecto de las tesis de su eclesiología, tanto en el contexto inmediato como en los siglos posteriores. Marsilio representaba un excelente material para los canonistas del XV: ¿por qué no fue todavía más utilizado? Una primera explicación posible se halla en la radicalidad de las tesis de Marsilio, demasiado extremas para la prudencia que requerían los tiempos. En el presente trabajo intentaremos explorar la posibilidad de hallar otra explicación en la singular confluencia que la obra de Marsilio emprende entre las perspectivas filosófica y teológica.

La obra fundamental de Marsilio, el Defensor pacis2, está motivada por una circunstancia política concreta. Terminado de componer en junio de 1324, después de circular en forma anónima un par de años, se divulga el nombre de su autor, cuya procedencia apenas estaba aludida. De inmediato, Marsilio debe huir de París y refugiarse en la corte del emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, Luis de Baviera, a quien el tratado estaba expresamente dedicado. En su obra Marsilio emprende una de las más enérgicas reacciones contra la doctrina hierocrática de la plenitud de poder papal, que representó la culminación de las pretensiones políticas del papado tardomedieval. El propósito de Marsilio es extirpar esta doctrina, calificada como una “perversa opinión”, a la cual acusa de ser una “causa de discordia” que “afectó y afecta” al Imperio romano y está no menos propensa a extenderse por los restantes reinos de la Cristiandad. Con este objetivo teórico-polílitico, Marsilio organiza su obra en tres secciones o discursos (dictiones): una primera, en la que procede conforme al canon de la metodología científica aristotélica, la demostración racional a partir de principios evidentes a todo entendimiento humano; una segunda, en la que confirma sus conclusiones y refuta las opiniones adversarias a partir del testimonio de la Revelación y las autoridades; y una tercera que recapitula las principales conclusiones que han quedado establecidas en las dos anteriores3. Estas tres metodologías corresponden claramente a tres momentos diferenciados de la exposición: un primer momento positivo, probatorio de las tesis propias, un segundo momento predominantemente refutatorio de las tesis adversarias y un último momento de formulación de una síntesis de los principios teóricos que deben ser llevados a la práctica tanto por los gobernantes como por los gobernados. La naturaleza y la dimensión de estas secciones es despareja: la primera, de una extensión considerable, abunda en citas de la Política aristotélica con el agregado de fuentes ciceronianas; la segunda es la más larga de la obra y, tal como se había anunciado, tiene profusas citas de las Escrituras, de los Padres de la Iglesia e, incluso, de ciertas fuentes históricas relativas a los primeros siglos de la Iglesia; la tercera se reduce apenas a unas pocas páginas.

Las diferencias entre la primera y la segunda sección parecen corresponderse con una distinción de niveles de discurso que Marsilio pretende cuidar celosamente, propia de una de las formas del aristotelismo universitario de la Facultad de Artes desde el S. XIII: la distinción entre el “discurso filosófico”, que se identifica con la racionalidad demostrativa, y el “discurso teológico”, que se basa en la verdad revelada y se tiene solo por fe. Significativamente, cuando Marsilio tiene que introducir el “vivir bien” aristotélico que constituye la causa final de la comunidad política, distingue en él dos especies: uno temporal o mundano, y otro eterno o celeste. Mientras que este segundo vivir no pertenece a las cosas manifiestas por sí, ni puede ser objeto de demostración, del segundo los “filósofos gloriosos” han dado una explicación casi completa4. En varias oportunidades Marsilio aclarará que su investigación, en esta primera sección, se atiene al discurso filosófico. Así, al tratar, por ejemplo, de la institución de la parte gobernante, Marsilio distingue entre un modo de institución del gobierno que acontece rara o infrecuentemente, cuya causa inmediata es la voluntad divina –como cuando estableció a Moisés para el pueblo judío– y otro modo de institución que se da regularmente y en la mayor parte de los casos, y que procede inmediatamente de la mente humana, aunque remite a Dios como causa remota. Mientras que el primer modo no puede conocerse sino por simple creencia, del segundo podemos tener certeza por demostración5.

Esta presunta separación de discursos no se sostiene, en verdad, por mucho tiempo. El propio Marsilio es el encargado de contradecirla. En plena primera dictio, donde se supone debía proceder por demostración racional, la aplicación de esta metodología a la deducción de la finalidad del sacerdocio como parte de la comunidad política muestra un resultado insuficiente. Por esa vía solo se llega a una explicación “sociológica” de la necesidad de las religiones: la invención de creencias y de sectas que garanticen el cumplimiento de las leyes. En una palabra, la deducción “natural” del sacerdocio concluye en el sacerdocio pagano. Pero para Marsilio hay otro sacerdocio que es el sacerdocio verdadero, a saber, el cristiano. Y la explicación de su origen no puede sino contemplar la necesidad de alcanzar el vivir bien eterno, aquel del que se dijo que carecemos de demostración racional6. Así es como se introduce en plena primera dictio todo un relato de la historia de la salvación fundado en la revelación cristiana7.

Pues bien, así como encontramos una intromisión de los fundamentos escriturarios en el curso de la investigación filosófica racional, de la misma manera vamos a encontrar algunas incursiones demostrativas en pleno desarrollo de la eclesiología de la segunda dictio, a la que le correspondía el recurso a la Revelación y las autoridades. En algunos momentos centrales de la segunda dictio, Marsilio se permite añadir, a la fundamentación escrituraria y exegética, una serie de pruebas racionales, que no son sino las mismas pruebas que aparecen en momentos medulares del itinerario argumentativo de la primera dictio. Así, Marsilio no tiene mayores reparos en justificar filosóficamente tesis netamente eclesiológicas, como por ejemplo, que corresponde al legislador humano fiel la institución de los oficios eclesiásticos, o, incluso, la que especialmente nos compete, que el concilio general de los cristianos es la autoridad que tiene a su cargo la determinación de los pasajes dudosos de la Escritura, en otras palabras, la fijación de las verdades fundamentales de la fe. A tal punto extiende Marsilio estos mismos argumentos, que ni siquiera se toma la molestia de reconstruirlos, limitándose a señalar que valen “con solo cambiar los correspondientes términos medios” de los silogismos.

Lo que tenemos, entonces, son dos discursos de naturaleza y contenido heterogéneo pero, al mismo tiempo, dos discursos que no solo se complementan, sino que en alguna medida inciden el uno sobre el otro. La razón de esto está en las características propias del objetivo teórico-político de Marsilio: “develar” la naturaleza oculta y esquiva de una peculiar causa de discordia. Si se tratara de las causas usuales de la paz y la discordia de los regímenes políticos, poco o nada habría que agregar a su delimitación casi completa en la Política aristotélica. Pero ocurre que hay una causa singular de discordia, altamente perniciosa, que “afectó y afecta al Imperio romano” y amenaza con extenderse a todos los regímenes de la cristianos. Consiste en una “perversa opinión ocasionalmente derivada de un efecto admirable”, esto es, una doctrina –la de la plenitud de poder papal–, arbitrariamente deducida de la venida de Cristo y de la institución del sacerdocio cristiano, hecho que, en cuanto tal, trasciende la acción usual de la cosas dentro de la órbita de las causas naturales y, por ello, no pudo ser observado por Aristóteles ni por ninguno de los filósofos posteriores8. En otras palabras, la perturbación política que traen aparejadas las aspiraciones del papado romano representa un cruce entre las series de la causalidad natural y sobrenatural. Por ello exige un doble tratamiento: una fundamentación filosófica, desde un punto de vista racional, de la autonomía del poder político temporal, y una revisión escrituraria e histórica de la naturaleza y la función del sacerdocio cristiano.

Lo que parecía inicialmente una distinción de discursos excluyentes se convierte, en los hechos, en una confluencia de discursos complementarios. Finalmente lo que ocurrirá será una verdadera transposición de las categorías de la filosofía política natural al discurso eclesiológico fundado en la Revelación y las autoridades. La civitas natural termina convirtiéndose en buena medida en modelo de la ecclesia como comunidad organizada. Para poder apreciar el grado y el alcance de esta transposición deberemos repasar a grandes rasgos el itinerario argumentativo de las causas de la paz en las comunidades políticas que lleva a cabo en la primera dictio, para observar luego la reformulación de la teoría de la Iglesia desplegada en la segunda.

La teoría marsiliana de la comunidad civil y el fundamento último del poder político

Marsilio parte para toda su demostración de un principio al que considera autoevidente: todos los hombres tienen una apetencia o inclinación natural por la suficiencia de la vida9. Se trata de un principio de raíz ciceroniana que no es específico del hombre, sino extensible a todo el género animal. Lo propio del hombre es la respuesta racional con la que complementa una cierta condición inicial de indigencia. Como resultado de esta acción racional surgen diversos géneros de artes y oficios que se corresponden con las partes perfectamente diferenciadas de la comunidad política acabada10. Entre las necesidades que se requieren para la suficiencia de la vida, se destaca la de moderar o establecer un equilibrio o medida en un tipo particular de actos humanos: los actos transitivos, que, como su nombre lo indica, trascienden del agente que los realiza hacia un otro y que suelen redundar en beneficio o perjuicio de otro, v.g., homicidio, robo, etc.11. Para regular estos actos transitivos y llevarlos a la debida proporción o equidad, se hace necesario una parte principal, la parte primera o gobernante de la comunidad política12. Ahora bien, el gobernante o juez debe desempeñar esta función conforme a una cierta norma general que es la ley. Marsilio distingue claramente entre un aspecto material de la ley, en cuanto expresa un contenido de justicia, y un aspecto formal, en cuanto comporta un precepto coactivo con pena o premio en esta vida13. Si bien muestra su preocupación porque la ley sea “perfecta”, esto es, porque se adecue a un contenido de justicia objetivo, no es menos cierto que Marsilio enfatiza que no hay ley propiamente si ese contenido de justicia no está formulado bajo la forma de un precepto coactivo14. Así es como la pregunta fundamental que lleva al corazón de la estrategia argumentativa de la primera dictio es cuál sea la causa eficiente de la ley, la autoridad legislativa que es fuente de esa coactividad de la ley y que resulta ser, al mismo tiempo, la fuente de la que proviene la potestad coactiva de ejecutarla con que cuenta el gobernante. La respuesta a este interrogante se da en el central capítulo 12, donde a través de una serie de argumentos expuestos en expresa forma silogística se sostiene que el legislador humano debe ser la corporación de la totalidad de los ciudadanos o su parte preponderante (universitas civium aut eius valencior pars)15. Esta universitas civium se revela como el mejor legislador en la medida en que puede atribuírsele: 1) el discernimiento y la voluntad de las mejores leyes, 2) la mayor capacidad para garantizar la observancia de las mismas, en cuanto cada uno legisla sobre sí mismo, 3) y en virtud del principio del derecho romano de que “lo que a todos concierne” (quod omnes tangit) debe ser aprobado por todos. En respuesta a una serie de posibles objeciones, Marsilio insiste en que la multitud es superior a cualquiera de sus partes componentes, incluyendo expresamente a los ciudadanos no especialmente calificados por su conocimiento o condición social16. Un grupo de expertos o peritos (prudentes) podrá estar en mejores condiciones de hallar la ley en su sentido material y, en tal sentido, podrá proponer una cierta ley, pero la promulgación de la misma debe hacerse por la corporación de la totalidad de los ciudadanos17.

Se ha discutido mucho el sentido y la referencia de estas expresiones, sobre todo el de la parte preponderante (valentior pars)18 y, en general, sobre el alcance de la “soberanía popular” en el pensamiento de Marsilio19. Más allá de que este no parece especialmente interesado en aportar precisiones que aseguren un valor práctico a la participación popular –antes bien, está manifiestamente comprometido en dar un sustento teórico al poder político del emperador del Sacro Imperio romano-germánico–, lo cierto es que, a un nivel teórico, esa legitimidad está depositada en una base universal ampliamente considerada. El principio teórico que predomina en este momento de la argumentación de Masilio es el de que el todo es mayor que cualquiera de sus partes componentes, con lo que la universitas civium funciona como la instancia constituyente de la comunidad política y la parte preponderante debe ser entendida como una expresión mayoritaria que funcionalmente puede ser tenida por su equivalente. En todo caso, la llave que abre la puerta para una reducción del ejercicio efectivo de la soberanía popular es la posibilidad de una delegación de esta autoridad en algunos comisionados especial y temporariamente para la tarea legislativa20.

Una vez asentado este fundamento, Marsilio procede a hacer derivar de él la parte gobernante y, a través de ésta, la institución de las restantes partes u oficios de la comunidad política. En este sentido, la parte gobernante actúa como causa instrumental o ejecutoria de la autoridad del legislador humano21. Como primera fundamentación de esta tesis Marsilio extiende a la institución de la parte gobernante el conjunto de los argumentos formulados para demostrar que la auctoritas legislativa es la corporación de la totalidad de los ciudadanos o su parte preponderante, en una primera aplicación del recurso de dar dichos argumentos por equivalentes sin más “con solo cambiar la premisa menor”22.

De aquí en más Marsilio comienza a desplegar una línea argumentativa en la que predomina un principio más bien inverso al que primaba en la fase anterior. Si antes se trataba del principio evidente de que el todo es mayor que las partes, ahora cobrará vigencia el célebre principio de economía, según el cual, en vano o inconvenientemente se hace por muchos lo que puede hacerse por uno solo23. Como consecuencia de la aplicación de este principio, o en conformidad con esta nueva línea argumentativa, el concepto de mayor peso será el de unidad. El primer paso en esta dirección está dado cuando se argumenta que es más conveniente la institución de los diversos oficios de la comunidad política a través de la parte gobernante, que a través de la corporación de la totalidad de los ciudadanos. La entera comunidad de los ciudadanos se ocuparía en vano en ello, además de que se verían perturbadas sus acciones propias, cuando para tal función basta con la acción del gobernante. La designación de las distintas partes de la comunidad política, es decir, la determinación de quiénes deben encargarse de cada uno de los diversos oficios, es asimilada por Marsilio a una “ejecución de los asuntos legales”, de modo que, al efectuarla el gobernante, se entiende que, por mediación de aquél, es como si la efectuara la propia comunidad24.

A esto se le suma una argumentación de inspiración naturalista que constituye una aplicación particular de la metáfora organicista. La comunidad política es como una naturaleza viviente animada. La razón humana ha imitado convenientemente el proceso de generación del animal. Así como en la formación del embrión se genera primero un órgano primario y fundamental –el corazón–, en el cual hay un cierto calor como principio activo dotado de una causalidad universal para formar luego los distintos órganos diferenciados, del mismo modo, en la comunidad política, el alma de la corporación de la totalidad de los ciudadanos instituye una parte principal, la parte gobernante, que cuenta con la potencia coactiva como para instituir las restantes partes de la comunidad en conformidad con una cierta regla o norma universal que es la ley25.

El concepto de unidad cobra aún más relieve cuando Marsilio infiere de todo esto el ordo de las partes de la comunidad política: todas ellas se ordenan recíprocamente a causa de y en referencia a la pars principans26 y alcanza ya su máxima expresión al tratar directamente la unidad numérica del gobierno y de la comunidad política misma. Marsilio entiende que el tema de la unidad del gobierno no se refiere la unidad de la persona de quien gobierna –puesto que se admite la legitimidad de gobiernos pluripersonales– sino a la unidad de la acción o la función de gobierno. En este sentido, desarrolla toda una argumentación para sostener que en cada comunidad política no puede ni debe haber más de una parte principal o gobernante27. Entre los diversos argumentos se destaca uno que apela a la imposibilidad práctica de la administración de justicia: un ciudadano no podría comparecer al requerimiento de dos tribunales diferentes al mismo tiempo28. Finalmente, la comunidad política misma debe ser considerada como una unidad, que no puede ser sino una “unidad de orden”, esto es, la comunidad política es una por el gobierno que la rige, tal como el mundo mismo no es uno por una forma inherente en él, sino por el principio al cual se refiere y que lo gobierna –el primer motor inmóvil o Dios–29.

Este desplazamiento desde el predominio del concepto de totalidad al del concepto de unidad es de alguna manera proyectado o transferido al plano eclesiológico. Marsilio parte de la definición de Iglesia como la comunidad de los que creen e invocan el nombre de Cristo. La universitas civium del discurso filosófico natural tiene así su expresión en una universitas fidelium, en el cuerpo social de aquella comunidad política que ha devenido una civitas christiana. Marsilio es consciente de que ello forma parte de un proceso histórico de crecimiento y expansión del cristianismo a través del Imperio, que comenzó con una primera etapa, correspondiente más o menos a la Iglesia primitiva referida en los Hechos, en que la comunidad de fieles era minoritaria y vivía bajo un gobierno secular pagano. Luego, esa comunidad creció hasta identificarse totalmente con la comunidad política a partir de la conversión de Constantino y la promulgación del cristianismo como religión oficial del Imperio. La perspectiva histórica del discurso marsiliano da cuenta así del tránsito de la comunidad política acabada a la comunidad fiel acabada, aquella que llega a coincidir con la comunidad política natural o, lo que es lo mismo, aquella que ha absorbido enteramente la comunidad política natural y se ha realizado plenamente como comunidad fiel en un mundo universalmente cristiano.

Pero el desplazamiento del concepto de totalidad al de unidad en el plano eclesiológico no se va a dar en dirección hacia un fortalecimiento de un esquema monárquico de la Iglesia, si por tal se entiende el régimen papal tradicional. La base universal que se identifica con la totalidad, que en el plano de la comunidad política natural estaba dada por la universitas civium, corresponderá a la universitas fidelium o, en una segunda instancia, al concilio general de los cristianos; mientras que la unidad que prevalece a partir de esa base universal no será la cabeza del papado romano sino la figura del “legislador humano fiel o el que gobierna por su autoridad”, en última instancia, la máxima autoridad política de orden cristiano. En este sentido el planteo de Marsilio comporta –y este es uno de sus aspectos más radicales– una fuerte subordinación de la jerarquía eclesiástica en todas sus instancias al poder político.

La eclesiología de Marsilio y los alcances de la autoridad conciliar

Toda la propuesta de renovación eclesiológica de Marsilio se asienta en dos puntos fundamentales. El primero es la sustracción de todo poder político a la jerarquía eclesiástica, en cualquier de sus niveles. Marsilio expresa esto inicialmente diciendo que Cristo no vino al mundo para instituir un gobierno temporal, antes bien, rehusó aceptar un poder de tal clase, se sometió a las autoridades de su tiempo y enseñó a sus discípulos a hacer lo propio30. El segundo es la igualación de todos los sacerdotes en cuanto a la función carismática, de origen sobrenatural, que concierne a la administración de los sacramentos –fundamentalmente, la eucaristía y la confesión– y la atribución de un fundamento humano, por razones históricas, a la jerarquía que supone algún tipo de diferencia dentro de la autoridad sacerdotal, a saber, la distinción entre sacerdote y obispo y, en última instancia, el primado del Papa. Marsilio se refiere al primer aspecto como el sacerdocio esencial o inseparable, de inequívoco origen divino, transmitido por igual a todos los sacerdotes e identificado con la “potestad de las llaves”31 –en la interpretación de Marsilio, concedida por Cristo por igual a Pedro y a todos los apóstoles–, mientras que refiere al segundo aspecto como el sacerdocio inesencial o separable, como hemos dicho, de origen humano32. Ambos corresponden a lo que en la terminología de la baja Edad Media se distingue como la potestas ordinis y la potestas iurisdictionis respectivamente.

Toda la administración interna de la jerarquía eclesiástica en sus diversos órdenes es asimilada así a una potestad “doméstica” o “económica”: ni más ni menos que relativa a la administración de un domus, a saber, el templo33. Como consecuencia de ello, Marsilio debe replantear toda una serie de instancias dentro del gobierno de la Iglesia, como la potestad para perseguir y castigar a los herejes, la potestad de excomunión, la institución de los oficios eclesiásticos –esto es, la designación de la autoridad episcopal–, la concesión de bienes temporales o beneficios, la definición de las verdades fundamentales de la fe y todo tipo de prescripciones relativas al culto. Todas estas instancias serán sustraídas al control clerical, incluido el papado y su colegio de cardenales, y serán trasladadas a la máxima autoridad de la comunidad cristiana, el equivalente de la máxima autoridad política de orden natural, los cuales, en el fondo, no son sino la misma figura: el “legislador humano o el príncipe que gobierna por su autoridad”, o bien, respecto de algunos estos asuntos, la autoridad del concilio general de los cristianos. Paradójicamente, como veremos, Marsilio no hará desaparecer la “cabeza” de la Iglesia colocada en el obispo romano, esto es, conservará el primado de Roma, aunque solo en razón de una cierta reverencia o reconocimiento meramente basado en la tradición.

Marsilio apoya toda esta verdadera reconstrucción de la eclesiología en una fundamentación que tiene diversos niveles. En primer lugar, hay un nivel escriturario o teológico, que está dado por las fuentes bíblicas tomadas de la Catena Aurea, de las que Marsilio selecciona los pasajes relevantes para su propósito o bien revisa la interpretación de pasajes claves que constituían el punto de fundamentación de la posición papal. A esto se añade la doctrina concordante de los Padres, entre las que se destaca Agustín de Hipona34, Jerónimo y el De consideratione de Bernardo de Clairvaux, que Marsilio manipula convenientemente en su favor. Un segundo nivel está dado por los fundamentos históricos, referidos fundamentalmente a la Iglesia primitiva, esto es, la comunidad de los apóstoles tal como es descripta en los textos de Pablo, o bien a la primera etapa del cristianismo, es decir, los tiempos subsiguientes a la conversión de Constantino y la extensión del cristianismo por todo el Imperio. La referencia predominante aquí es al papel preponderante que representa el emperador en la convocatoria y la celebración de los primeros concilios, una práctica del Imperio romano cristiano que efectivamente parecía realizar desde un punto de vista histórico un ideal bastante cercano a las expectativas de Marsilio en cuanto a la subordinación del sacerdocio al poder político del emperador y su inclusión dentro del aparato público del Imperio. En este caso, la fuente principal son las Decretales pseudo-isidorianas, un documento apócrifo que no fue cuestionado hasta el Renacimiento, compuesto en el s. IX y que contiene, sin embargo, material auténtico de las colecciones de los primeros concilios.

Importa para nuestro propósito un tercer nivel, que se agrega a los dos anteriores y los complementa, correspondiente a la argumentación racional y filosófica. Se trata de la extensión de las conclusiones de los argumentos centrales formulados en el desarrollo filosófico de la primera dictio a algunos de los puntos de la eclesiología de la segunda. No hace falta decir que este es un aspecto verdaderamente sorprendente de Marsilio, en la medida que implica una incorporación del discurso filosófico racional a la fundamentación de la teoría de la Iglesia. En verdad, el cristianismo ya había plasmado una concepción de la Iglesia como sociedad a partir de un material relativamente heterogéneo a su naturaleza mística, dado que había efectuado una autocomprensión jurídica de la Iglesia o una traslación de conceptos de la estructura corporativa al plano eclesiológico provenientes del derecho romano y retomados en el derecho canónico. Y si bien no estuvieron ausentes elementos de una proyección filosófica, por lo general pertenecían a la visión descendente y jerarquizante propia del neoplatonismo, como se puede advertir en el ambicioso proyecto del paralelismo entre las jerarquías celeste y terrestre del Pseudo-Dionisio Areopagita y –fundado en él– en la integración de la estructura de la Iglesia en toda una concepción neoplatónica de la realidad en el De concordantia catholica de Nicolás de Cusa. Para el caso, la novedad de Marsilio radicará en la utilización de la filosofía natural y práctica aristotélicas resignificadas con algunos elementos tomados de Cicerón.

El primer momento de aplicación de esta extensión de la argumentación está en el cap. xvii de la segunda dictio, donde Marsilio se dedica a determinar ni más ni menos la autoridad de institución de los oficios eclesiásticos, vale decir, la designación de los obispos o, en general, el origen de la jerarquía eclesiástica35. Está de más señalar la gravedad del asunto en el período medieval, cuyos orígenes se remontan al episodio de la denominada “querella de la investiduras”, primer gran enfrentamiento entre el poder secular y el poder espiritual. Recordemos que, en la interpretación de Marsilio, la diferencia de autoridad entre el sacerdote y el obispo, además de totalmente ajena al aspecto carismático o de orden sobrenatural –en este sentido, tanto el último de los sacerdotes como el más alto de los obispos cuentan con el mismo nivel en el orden sagrado, es decir, la administración de los sacramentos– no es en absoluto de naturaleza política; para decirlo en términos de Marsilio, no implica ningún tipo de jurisdicción coactiva en este mundo –ni tampoco en el otro, porque en él el único juez es el propio Cristo–. Ello hace factible que esa jerarquía jurisdiccional no política tenga un origen humano y haya respondido, en última instancia, a una necesidad histórica. Con el crecimiento de los fieles y la multiplicación de las Iglesias, al complejizarse las tareas, fue necesario designar a algunos para que dirijan a otros en los asuntos relativos al culto, la administración y el cuidado del templo36.

La secuencia temática de la segunda dictio impone en cierto momento ocuparse de cuál sea la autoridad a la que le cabe determinar el sentido de los pasajes dudosos de la Escritura, en definitiva, la autoridad última en materia doctrinal de la Iglesia. Pero antes de ello Marsilio considera necesario aclarar qué es lo que únicamente hay que creer para la salvación eterna: las escrituras canónicas y sus correctas interpretaciones. En otras palabras, no hay otro texto que creer que la Biblia37. Con ello, Marsilio descarta todo otro cuerpo jurídico agregado como las Decretales de los Papas recientes, que podían fundamentar sus pretensiones políticas en lo que el propio papado establecía como necesario para la salud eterna. Cabe agregar que en este momento Marsilio anticipa que el concilio general representa por sucesión la congregación de los apóstoles, por tanto, debe ser considerado como igualmente asistido por el Espíritu Santo en sus deliberaciones38.

Inicialmente, Marsilio señala la necesidad de determinar los pasajes dudosos de la Escritura en términos conformes a la más pura ortodoxia, esto es, por la necesidad de evitar el escándalo y despejar el fantasma del cisma que se seguiría de la multiplicación de doctrinas erróneas. El ejemplo aducido es el de la herejía arriana, que diera origen a los primeros concilios39. Sin embargo, en los hechos, a Marsilio le importarán mucho más las implicancias políticas de la autoridad en materia doctrinal, o bien el abuso que de ella ha hecho el papado romano, con mención expresa de los casos polémicos de papas recientes como Juan XXII y Bonifacio VIII.

Es entonces cuando emerge la figura del concilio general de los cristianos:

Huic consequenter ostendo, quod huius determinacionis auctoritas principalis, mediata vel immediata solius sit generalis concilii Christianorum aut valencioris partis ipsorum vel eorum, quibus ab universitate fidelium Christianorum auctoritas hec concessa fuerit; sic videlicet, ut omnes mundi provincie seu communitates notabiles secundum sui legislatoris humani determinacionem, sive unici sive pluris, et secundum ipsarum proporcionem in quantitate ac qualitate personarum viros eligant fideles, presbyteros primum et non presbyteros consequenter, idoneos tamen, ut vita probaciores et in lege divina periciores, qui tamquam iudices secundum iudicis significacionem primam, vicem universitatis fidelium representantes iam dicta sibi per universitates auctoritate concessa conveniant ad certum orbis locum, convenienciorem tamen secundum plurime partis ipsorum determinacionem, in quo simul ea que circa legem divinam apparuerint dubia, utilia, expediencia et necessaria terminari, diffiniant, et reliqua circa ritum ecclesiasticum seu cultum divinum, que futura sint eciam ad quietem et tranquillitatem fidelium, habeant ordinare. Ociose namque ac inutiliter ad congregacionem hanc conveniret multitudo fidelium imperita, inutiliter autem, quoniam turbaretur ab operibus necessariis ad vite corporalis sustentacionem, quod onerosum ei esset aut importabile forte40.

En el pasaje se evidencia la transposición que Marsilio hace de las principales categorías de su filosofía política al ámbito de la eclesiología: la primera referencia a la autoridad del concilio es completada por el pretendido equivalente “o la parte preponderante” –la misma expresión que acompañaba casi invariablemente a la universitas civium– “de aquellos a quienes hubiera concedido tal autoridad la universitas fidelium” –análogo eclesiológico de la universitas civium–, en un mecanismo de delegación igual al contemplado en el ámbito político. El carácter representativo del concilio se debe alcanzar respetando “la cantidad y la calidad de las personas”, tal como se había prescripto para la composición de la valencior pars de la universitas civium41. El concilio marsiliano está compuesto no solo por sacerdotes, sino también por laicos, expertos o peritos en la ley divina –podemos entender por tales, doctores renombrados en teología o derecho canónico–, a los cuales se refiere con la terminología que implica la distinción formulada entre los dos aspectos de la ley, el material y el formal –donde la primera significación de juez, como experto o perito en un determinado asunto, corresponde a la tercera significación de ley, como conocimiento verdadero de lo justo y de lo injusto–. La justificación de la selección por la que quedan fuera del concilio el resto de los fieles no expertos ni entendidos en la ley divina se asimila al principio de economía aplicado para la institución de los oficios de la comunidad política por parte del gobernante, en calidad de causa instrumental o ejecutoria de la universitas civium: de lo contrario, se verían perturbadas las obras propias de estos ciudadanos fieles, principalmente las necesarias para la vida.

Como parte del aparato argumentativo para demostrar la atribución de la máxima autoridad doctrinal al concilio, Marsilio remite, en primer término, a las mismas pruebas racionales para la autoridad legislativa y a las fuentes escriturarias aducidas para la institución de los oficios eclesiásticos, a las que también había completado con una extensión de aquellos argumentos, con solo cambiar el término medio42. Como es usual en la segunda dictio, Marsilio no se contenta con demostrar que la autoridad en material doctrinal le corresponde a una instancia colectiva que represente la universalidad de los miembros de la Iglesia sino que refuerza su argumentación por la negativa, demostrando que esa autoridad no le corresponde al Papa, o a un colegio cardenalicio particular. Este es un rasgo recurrente en la segunda dictio, cuya argumentación muchas veces adquiere expresamente un verdadero carácter “anti-oligárquico”. Esto se manifiesta particularmente en cada mención de Marsilio a las Decretales de los Papas recientes, a las que considera “cuasi-leyes” sin ninguna validez, por proceder de su arbitrio exclusivo o del restringido ámbito del colegio cardenalicio43. La argumentación remeda aquí lo que se señala hipotéticamente para la universitas civium: si la legislación le cupiera a uno solo o a unos pocos, éstos podrían legislar para su sola conveniencia, en detrimento de la de los demás. Incluso Marsilio atribuye la eventualidad de esta falta a “la malicia o a la ignorancia”, esto es, a un defecto de las potencias apetitivas o cognitivas, respectivamente, que es a lo que suele atender en momentos decisivos de la argumentación filosófica de la primera dictio sobre la necesidad de las leyes o la autoridad legislativa44.

En el caso de la definición de las verdades de la fe, Marsilio apunta a una situación crítica que tendrá un significado especial en la encrucijada del cisma de Occidente: la posibilidad de que un Papa caiga en herejía. Para Marsilio, el ejemplo manifiesto es el de Juan XXII, con la condena de la tesis de la pobreza evangélica en su bula Cum inter nonnullos45. Marsilio se ocupa de la cuestión en un conjunto de capítulos en los que presta su apoyo a las tesis de los franciscanos46. El segundo caso es el de la intromisión de Bonifacio VIII en su Unam Sanctam, que pretende instalar la subordinación de toda autoridad humana al Papa por necesidad de la salvación eterna47.

A continuación, Marsilio debe ocuparse de un tema crucial para los autores conciliaristas del s. XV: la autoridad de convocatoria al concilio. Marsilio pone las cosas en los términos afines a su propio planteo: no se trata tanto o solamente de la mera determinación de la necesidad de un concilio, o de la sugerencia o exhortación de su convocatoria, sino de establecer quién tiene la autoridad coactiva para convocarlo. En estas condiciones, esta autoridad no puede ser el Papa, sino la autoridad temporal máxima en el orden cristiano, o sea, el legislador humano fiel que no tiene superior. Marsilio no tiene mayores dificultades para rubricar su tesis con fundamentos históricos: el testimonio de los primeros concilios muestra el papel destacado o decisivo del Emperador cristiano en su convocatoria y organización48.

Tras demostrar que no le pertenece al Papa la autoridad de convocatoria al concilio ni la autoridad coactiva para congregar a los miembros que deban asistir bajo amenaza de pena temporal y para castigar a sus transgresores, Marsilio aprovecha para aclarar que tampoco le pertenece a él la potestad de excomunión de un príncipe, la modificación o revocación de alguna prescripción relativa al culto y la selección de personas a ser promovidas a los oficios eclesiásticos y la concesión de beneficios temporales49. Marsilio entiende que poner esto en manos de una figura singular representa un máximo peligro por la amenaza de manipulación política, como lo muestran el caso de Bonifacio VIII contra el rey de Francia, Felipe el hermoso, y, en general, la corrupción en la concesión de beneficios eclesiásticos que terminan favoreciendo a los más ricos o a los más poderosos.

La culminación de la total reformulación eclesiológica que efectúa Marsilio se halla en la resignificación del primado del obispo romano, es decir, la redefinición del sentido en que el Papa se constituye en “cabeza” de la Iglesia50. Ante todo, Marsilio descarta los sentidos en que no puede ni debe entenderse que un obispo o Iglesia es “cabeza” de la Iglesia: en cuanto signifique la autoridad de definición de los pasajes dudosos de la escritura y las prescripciones relativas al culto, porque se ha demostrado que ello le pertenece al concilio51; en cuanto comporte el ejercicio de alguna jurisdicción coactiva sobre todos los clérigos y sacerdotes del mundo, puesto que se ha demostrado que tal jurisdicción no le pertenece a ningún sacerdote52; en cuanto le competa la institución de los oficios eclesiásticos o la concesión de los beneficios temporales, cosa que también se ha demostrado no le corresponde a ningún sacerdote53. Al respecto, Marsilio insiste en su tesis de que todos los obispos son iguales entre sí y no puede haber uno que se destaque entre ellos. No resta sino que el modo sano o correcto de entender el primado de un obispo o una Iglesia es el de, bajo las debidas circunstancias, sugerir o recomendar la convocatoria a un concilio a la única autoridad que tiene la potestad coactiva para hacerlo, como ya se ha dicho, el legislador humano fiel carente de superior. Convocado debida y formalmente el concilio por la autoridad que corresponde, le cabe a esta “cabeza” u obispo destacado ocupar el primer lugar, proponer los asuntos a deliberar, organizar la transcripción de las sesiones y comunicar las decisiones al resto de las Iglesias54. En una palabra, la figura papal de Marsilio casi no es más que el presidente del concilio55.

A más de insinuar, nuevamente, por un principio de economía, que es conveniente que esta función recaiga en un obispo en particular, Marsilio funda la necesidad de asignar este puesto destacado en los requerimientos prácticos más elementales de la conducción de un cuerpo colegiado: establecer el orden de los expositores otorgando la palabra y llamando a silencio, certificar las transcripciones con el sello adecuado, comunicar las decisiones al resto de las iglesias, etc.56. Marsilio es muy claro en cuanto al carácter relativo, histórico, no esencial de esta primacía: aún sin ella la unidad de la fe podría salvarse57. Más allá de la utilidad expuesta, en definitiva, este primado responde a la costumbre de la Iglesia cristiana y al hecho de que en ella la Unidad de la Iglesia adquiere algo así como una manifestación sensible:

Adhuc videtur id expedire propter consuetudinem ecclesie Christiane in hoc, et quoniam ex ea fidei unitas magis apparet sensibili signo58.

En definitiva, el primado de la Iglesia romana no tiene más que un origen y una significación tradicional: basado en la excelencia de las virtudes y fama de Pedro y Pablo, en la solemnidad y centralidad de la urbe romana y la contribución de sus varones ilustres, santos y doctores al crecimiento y a la unidad de la Iglesia, en la preeminencia de la monarquía universal del príncipe y el pueblo romanos, por cuya autoridad coactiva se congregaron los primeros concilios y, en última instancia, en la costumbre que adquirieron todos los fieles de prestarle reverencia y seguir sus enseñanzas y amonestaciones59.

La preeminencia de la Iglesia romana, en la persona de su obispo y su colegio sacerdotal, sobre las restantes Iglesias y el conjunto de todos los fieles carece de toda autoridad coactiva. No solo porque, en consonancia con lo dicho, ningún sacerdote cuenta con ese tipo de autoridad pública, sino porque al interior de la administración de la Iglesia su autoridad no se debe más que al respeto o la reverencia que las otras Iglesias espontáneamente y como resultado de una larga tradición le han prestado y le siguen prestando. En estos términos, no resulta extraño que la autoridad de institución de esta prioridad le corresponda también al concilio o al legislador humano fiel, carente de superior. También este punto lo encuentra Marsilio corroborado en los testimonios históricos60. Paradójicamente, él se vale de la Donatio Constantini –aquel documento apócrifo del que pudo valerse el papado para fundamentar su plenitudo potestatis para mostrar que el origen del primado de Roma sobre las otras Iglesias es de origen humano. De hecho, aparece allí como cedido por el propio emperador. Y al igual que en casos anteriores, aquí también Marsilio se permite extender las pruebas del capítulo precedente para la autoridad de convocatoria al concilio61.

Como ocurre en otros casos planteados, la atribución de una autoridad de institución implica una autoridad equivalente de corrección, suspensión o deposición. Podemos suponer que esto se justifica por el principio tácito de que la capacidad de revocación de una decisión le corresponde a aquel que le cupo originaria y legítimamente tomar esa decisión. Ello vale, en el plano de la comunidad política, para la promulgación de la ley y su eventual modificación o derogación62 y para la institución del gobernante y su eventual corrección o destitución63. En tales condiciones, Marsilio no vacila en hacer de la figura del Papa un funcionario subordinado al concilio. El Papa de Marsilio no es elegido por un colegio cardenalicio, sino por el concilio general de los cristianos y, por ello mismo, no cabe duda de que es el propio concilio el que tiene la autoridad para reconvenirlo o aun destituirlo, llegado el caso. Varias décadas antes del Cisma de Occidente, Marsilio tenía ya una respuesta sencilla –aunque ambiciosa o aun impracticable– para superar la crisis, o una que la habría hecho virtualmente imposible:

Ex quibus eisdem per necessitatem sequitur, eiusdem fore auctoritatis iam dictum episcopum principalem et ecclesiam sive collegium corrigere, ab officio suspendere ac privare seu deponere licite, si visum fuerit racionabiliter expedire64.

Como hemos visto, el primado papal no tiene poder coactivo. Su autoridad fue reverencial y concedida espontánteamente. Sin embargo, aquí se presenta una dificultad: ¿qué se hace en los casos en que el legislador humano no es fiel, es decir, en la circunstancia de que la comunidad de fieles se encuentre bajo un gobierno no cristiano? La enunciación de la pregunta parece referirse abstractamente a una situación hipotética o eventual pero, en realidad, pronto se revela más bien como una pregunta histórica: ¿cómo pudo haberse efectuado la convocatoria a los primeros concilios en los tiempos de la Iglesia primitiva, antes de la conversión de Constantino, es decir, cuando precisamente no había una autoridad coactiva que pudiera hacerlo? Obviamente, en tiempos del Imperio romano antiguo, antes de la adopción del cristianismo como religión oficial del Imperio, era imposible o impropio esperar de un emperador pagano que convocase al concilio general de los cristianos.

La respuesta de Marsilio es que, en esa circunstancia, acorde con la situación rudimentaria en que se hallaba la Iglesia cristiana y de manera excepcional, la convocatoria no provenía de una potestas coactiva, sino de una autoridad reverencial, reconocida igualmente por todos. Como, según Marsilio, entre los sacerdotes no había distinción jerárquica alguna, no podía haber ninguno con autoridad coactiva para congregar una asamblea para definir asuntos comunes, de modo que, o bien todos convenían unánime y espontáneamente en la necesidad de congregarse, o lo hacían por el llamado de alguno especialmente destacado en el fervor de la caridad65. Esto encuentra nuevamente una inicial confirmación histórica en la primera resolución de la Iglesia referida a la cuestión de la circuncisión de los gentiles66. Y allí es donde Marsilio se permite establecer una comparación ni más ni menos que entre esta forma primitiva de convocatoria al concilio en la Iglesia y el tránsito desde las comunidades primitivas a la comunidad política acabada:

Sicut enim ad civilem communitatem et legem ordinandam convenerunt homines a principio, ipsorum valenciori parte concordante in hiis que sunt ad vite sufficientiam, non quidem vocati per singularem hominem aut per plures aliquos habentes auctoritatem coactivam in reliquos, sed suasione seu exhortatione prudentum et facundorum virorum, quos natura inter alios produxit inclinatos ad hoc, ex se postmodum proficientes suis exerciciis et alios dirigentes successive vel simul ad formam communitatis perfecte, ad quam etiam homines naturaliter inclinati obtemperaverunt suadentibus facile [...]; sic proportionaliter et iuxta scripture seriem racionabiliter opinandum, multitudinem apostolorum atque fidelium convenisse suadente fortasse apostolorum aliquo vel aliquibus caritate fervencioribus, reliqua quoque multitudine spiritus sancti gracia et inclinacione obtemperante faciliter…67.

En una larga prótasis comparativa, Marsilio despacha un pasaje notable sobre su concepción del origen de la sociedad o, más precisamente, del arribo a la comunidad política en sentido estricto. El párrafo está inspirado en un pasaje de una obra de Cicerón que tuvo gran influencia en los pensadores medievales68. En los términos de Marsilio, se trata del estado intermedio que se verifica entre, por una parte, la ausencia de autoridad jurisdiccional de la domus y la ausencia de legalidad perfecta de la vicus o aldea y, por la otra, la plena vigencia del ejercicio de una potestad coactiva conforme a la ley característica de la civitas o la comunidad política acabada. El puente que permite el tránsito de uno a otro estado no puede ser otro que el consenso, posibilitado por la capacidad retórica de hombres especialmente dotados para ello.

Lo importante del caso es que Marsilio traza un paralelo entre la constitución de la comunidad política natural y la congregación del concilio general de los cristianos, representante, de alguna manera, de la suma de las universitates fidelium. Es cierto que se trata solo de una comparación, que permite apenas explicar la anomalía de una cierta situación histórica, pero no deja de ser sorprendente cómo Marsilio integra la atmósfera naturalista del discurso racional sobre la comunidad política al desarrollo del discurso desde la perspectiva teológica y la historia de la Iglesia. El paralelismo trazado en un momento tan avanzado del itinerario argumentativo de la segunda dictio da cuenta de lo profunda que es la analogía estructural entre la comunidad política natural, fundamentada filosóficamente, y la sociedad cristiana, justificada escrituraria e históricamente.

Conclusiones

Francis Oakley ha caracterizado tres tendencias como constitutivas de lo que puede entenderse como conciliarismo. En primer lugar, una que proclamaba la necesidad de una reforma de la Iglesia “en la cabeza y en los miembros” y exigía para ello la convocatoria periódica de concilios generales. En segundo lugar, una tendencia que interpretaba la naturaleza corporativa de la Iglesia en términos cuasi-oligárquicos, depositando el gobierno ordinario en manos de la curia, con un Papa limitado por el consejo y la supervisión del colegio cardenalicio. En tercer lugar, como rasgo ya más decisivo y restrictivo, una tendencia a creer que el Papa no es un monarca absoluto ni infalible sino un gobernante constitucional susceptible de corrección, con un poder delegado por la comunidad de los fieles, la cual no se ha desprendido en dicha delegación de su poder originario y, por tanto, lo retiene para actuar en circunstancias a través de su representación en los concilios, llegando incluso a tener la capacidad de juzgar, castigar o deponer al Papa69.

Si comparamos estas tres tendencias con el pensamiento de Marsilio, veremos que ninguna puede aplicársele estrictamente. Respecto de la primera, no está para nada claro que Marsilio prevea una convocatoria al concilio asidua o periódica. Tan solo le preocupa establecer quién tiene la autoridad para su convocatoria. De lo poco que dice no necesariamente se desprende que el concilio funcione como un órgano de gobierno ordinario, de hecho, bien podría ser entendido como una instancia a la que se acude en situaciones delimitadas o excepcionales. En cuanto a la segunda, Marsilio tiene una orientación abiertamente contraria. Como hemos visto, tiende a ver en el colegio cardenalicio un grupo oligárquico –en el sentido negativo del término– que contrasta con la legitimidad y la universalidad del legislador humano fiel. Solo la tercera tendencia parecería corresponderle, en la medida en que parece ubicar al Papa como un primus inter pares sujeto a la corrección o a la eventual destitución por parte del concilio. Pero bien examinado, ni siquiera ello, en la medida en que Marsilio ha desprovisto a la Iglesia de toda autoridad jurisdiccional en un sentido político, para decirlo en sus términos, de un poder coactivo. El concilio marsiliano no es el órgano de gobierno de la Iglesia, porque el único que la gobierna es el poder político cristiano. Tan solo actúa como autoridad superior en la determinación de la interpretación correcta de las verdades de la fe y el establecimiento de las prescripciones relativas al culto.

El Defensor pacis constituye bastante más que un precedente conciliarista. Contiene toda una teoría de la Iglesia, al menos, en su aspecto “visible” e institucional. Marsilio no plantea ninguna reforma crucial o radical en la comprensión tradicional de cuestiones dogmáticas como la naturaleza de los sacramentos, la Gracia o la predestinación. Si acaso introduce alguna modificación en un área dogmática, lo hace recurriendo a algunas definiciones tradicionales que se habían impuesto en los últimos siglos y, sobre todo, para evitar las manipulaciones políticas que podía hacer el papado. El objeto principal de las modificaciones de Marsilio se refieren al aparato de gobierno externo de la Iglesia. Y aun allí, entiende, quizá con razón, no estar haciendo más que retrotraer las cosas al estado originario o a la tradición histórica que se consolidó en el momento en que la Iglesia se había desarrollado y universalizado, pero todavía se contenía pacíficamente dentro de sus límites, sin extralimitarse en las pretensiones de su jurisdicción.

Como parte sustancial de esa modificación está la subordinación del sacerdocio y toda la jerarquía eclesiástica –a cuya autoridad le ha restado toda significación temporal– al poder político del gobernante de la comunidad cristiana, con un papel destacado para el concilio en la determinación de las verdades fundamentales de la fe y las prescripciones relativas al culto. Para ello, Marsilio le añade a los fundamentos teológicos e históricos que competen a tal tipo de revisión, un cuerpo de justificación de naturaleza heterogénea, según el mismo lo ha definido: el de las bases filosóficas con las que se explica el surgimiento, la estructura y el funcionamiento de la comunidad política humana en lo que hace a sus fines naturales. En este sentido, quizá puede decirse que el Defensor pacis ofrecía demasiado, más de lo que pretendían los autores comprometidos con el conciliarismo del s. XV y, con toda seguridad, demasiado para lo que exigía la circunstancia histórica. La radicalidad de la propuesta de Marsilio se aprecia en el hecho de que en ella están virtualmente contempladas las soluciones a casi todas las dificultades operativas que se plantearon los autores conciliaristas en el contexto del cisma, o bien están definidas las condiciones que harían prácticamente imposible llegar a tal crítica situación.

El resultado de todo esto es mucho más que la transposición de un modelo “constitucionalista” al gobierno de la Iglesia o la aplicación a la misma de la teoría de las corporaciones, donde el rector ejerce una autoridad concedida o delegada por la universitas, todo aquello que podría estar en el espectro de las teorías conciliaristas del s. XV70. El Papa de Marsilio es, en rigor, no más que un obispo destacado, una “autoridad” en el sentido no jurídico del término, sino carismática, a la que se le presta un debida reverencia que no se basa más que en la historia y en la tradición. La autoridad doctrinal última de la Iglesia es el concilio y su autoridad jurisdiccional última es la misma autoridad jurisdiccional de la comunidad política, la única que cuenta con potestad coactiva en este mundo. En este sentido, la propuesta de Marsilio no tiene que ver tanto con una moderación del poder monárquico del papa cuanto con la subordinación de la entera jerarquía eclesiástica al poder político o, para decirlo brutalmente, con la inclusión de la Iglesia dentro del aparato del Estado. Este es el extremo que marca la audacia del pensamiento de Marsilio y que probablemente explique por qué su teoría conciliar ofrecía demasiado, bastante más de lo que los autores conciliaristas del siglo siguiente podían estar dispuestos a aceptar, siquiera a discutir.

Fecha de recepción: 12 de julio de 2022

Fecha de aceptación: 5 de octubre de 2022


1 Cfr. Paul E. SIGMUND, “Influence of Marsilius of Padua on XVth-Century Conciliarism”, Journal of the History of Ideas, 23 (1962), 392-402.

2 Cito número de dictio, capítulo, parágrafo y, a continuación, página y línea de la edición de Scholz: Marsilius von PADUA, Defensor pacis (ed. Richard Scholz), Hannover, Hanhsche Buchhandlung, 1932 (en adelante, DP).

3 DP I i, 8; Scholz 98-23.

4 DP I iv, 3; Scholz 1711-24.

5 DP I ix, 2; Scholz 3911-4016.

6 DP I vi, 10-14; Scholz, 2517-2820.

7 DP I vi; Scholz 28-32.

8 DP I i, 3; Scholz 420-514.

9 DP I iv, 2; Scholz, 1624-1710.

10 DP I v, 3; Scholz, 2120-224; I iv, 5; Scholz, 1913-26.

11 DP I v, 4; Scholz, 225-23; I v, 7; Scholz, 2325-241; II viii, 3; Scholz, 2231-18.

12 DP I iv, 4; Scholz, 1816-21; I v, 7; Scholz, 2325-249.

13 DP I x, 4; Scholz, 4928-507.

14 DP I x, 5; Scholz, 5017-518. La discusión sobre la doctrina de la ley de Marsilio ha llevado a interpretaciones divergentes, según se acentúe uno u otro aspecto. Alan Gewirth es quien más ha subrayado la importancia del componente formal, al punto de calificar a Marsilio como un “legal positivist” en contraste con la tradición medieval predominante (Alan GEWIRTH, The Defender of Peace. Marsilius of Padua and Medieval Political Philosophy, Nueva York, 1951, vol. I, pp. 134-137). En una línea similar, se ha entendido que, para Marsilio, el contenido de justicia expresado en la ley se funda en la sola voluntad del legislador (Alessandro PASSERIN D’ENTRÈVES, The Medieval Contribution to Political Thought, Oxford, 1939, pp. 61 y ss.; Walter ULLMANN, Principios de gobierno y política en la Edad Media, Madrid, 1985 pp. 266-267). Del otro lado, Lewis ha señalado que Marsilio está lejos de desentenderse del concepto de justicia y, según su análisis, las formulaciones de Marsilio no distarían mucho de la concepción tradicional (Ewart LEWIS, “The «Positivism» of Marsiglio of Padua”, Speculum, 38 (1963), 541-82). En la misma línea, Jeannine QUILLET, La philosophie politique de Marsile de Padoue. París, 1970 pp. 126 y ss.; Marino DAMIATA, Plenitudo potestatis e universitas civium in Marsilio da Padova, Florencia, 1983, pp. 84-85, 239-40; Cary NEDERMAN, Community and Consent. The Secular Political Therory of Marsiglio of Padua’s Defensor pacis, Londres, 1995, pp. 79-83.

15 DP I xii, 2; Scholz, 63 ss.

16 DP I xiii, 1; Scholz, 69 ss.

17 DP I xiii, 8; Scholz, 7612-7723.

18 Cfr. Dolf STERNBERGER, Die Stadt und das Reich in der Verfassungslehre des Marsilius von Padua, Wiesbaden, F. Steiner, 1981.

19 De un lado, rescatan de alguna manera el valor filosófico de la propuesta de Marsilio y la señalan como un antecedente de la línea de pensamiento como “republicana” o aun “democrática”: GEWIRTH, op. cit., p. 445 y ss.; Alan GEWIRTH, “Republicanism and Absolutism in the Thought of Marsilius of Padua”, Medioevo, 5 (1979), 23-48; NEDERMAN, op. cit., p. 73 y ss. y, más recientemente, Mary Elizabeth SULLIVAN, “Democracy and the Defensor pacis Revisited: Marsiglio of Padua’s Democratic Arguments”, Viator, 41 (2010), 257-270. Del otro lado, acentúan su inscripción en el contexto histórico medieval o aun su función ideológica, como una pantalla “romanista”: Georges DE LAGARDE, La naissance de l’esprit laïque au déclin du moyen age. Vol. II: Marsile de Padoue ou le premier théoricien de l’ etat laïque, París, Presses Universitaires de France, 1948, pp. 186-189, 195-199; QUILLET, op. cit., pp. 83-87; Sternberger, op. cit., pp. 103-104 y, más recientemente, George GARNETT, Marsilius of Padua and ‘the Truth of History’, Oxford, Oxford University Press, 2006.

20 DP I xii, 3; Scholz, 6424-644.

21 DP I xv; Scholz, 84 ss.

22 DP I xv, 2; Scholz, 8524-29.

23 Piero DI VONA, I principi del Defensor Pacis, Nápoles, Morano, 1974.

24 DP I xv, 4; Scholz, 8626-8720.

25 DP I xv, 5-7; Scholz, 87-91.

26 DP I xv, 14; Scholz, 946-15.

27 DP I xvii, 10; Scholz, 112-118.

28 DP I xvii, 3; Scholz, 11331-11518.

29 DP I xvii, 11; Scholz, 119-120.

30 DP II iv, 3; Scholz, 160 ss.

31 DP II vi-vii; Scholz, 198-221.

32 DP II xv-xvi; Scholz, 325-355.

33 solum ordinacionis yconomice in domo Dei seu templo potestatem quandam ...: DP II xv, 7; Scholz, 3321-2.

34 El uso o la manipulación que Marsilio hace de las citas de Agustín ha sido bastante discutido: cfr. Alan GEWIRTH, Marsilius of Padua and Medieval Political Philosophy, Nueva York, Columbia University Press, 1951, p. 37 y ss.; Daniel G. MULCAHY, “The Hands of Augustine but the Voice of Marsilius”, Augustiniana, 21 (1971), 457-466; Daniel G. MULCAHY, “Marsilius of Padua’s Use of St. Augustine”, Revue des Études Augustiniennes, 18 (1972), 180-90; Conal CONDREN, “On interpreting Marsilius’ Use of Augustine”, Augustiniana, 25 (1975), 217-222.

35 DP II xvii; Scholz, 355 ss.

36 DP II xv, 6; Scholz, 33110-25.

37 DP II xix; Scholz, 384-392.

38 DP II xix. 2; Scholz 38522-27.

39 DP II xx, 1; Scholz 39220-39312.

40 DP II xx, 2; Scholz, 39313-3948.

41 valenciorem inquam partem, considerata quantitate personarum et qualitate ...: DP I xii, 3; Scholz, 6322-23.

42 DP II xx, 4; Scholz, 39510-25.

43 DP II v, 5; Scholz, 18922-25; II xxv, 15; Scholz, 4822-3; II xxvi, 19; Scholz 5151-4.

44 DP II xx 6; Scholz, 39615-3977.

45 DP II xx, 7; Scholz, 3978-21.

46 DP II xii-xiv; Scholz, 263-325.

47 DP II xx, 8; Scholz, 39722-39818.

48 DP II xxi, 1-8; Scholz, 402 ss.

49 DP II xxi, 9-15; Scholz, 411 ss.

50 DP II xxii; Scholz, 420 ss.

51 DP II xxii, 1; Scholz, 42012-42112.

52 DP II xxii, 2; Scholz, 42112-18.

53 DP II xxii, 3; Scholz, 421194223.

54 DP II xxii, 6; Scholz, 42416-4259.

55 Bettina Koch asimila la función del Papa respecto de la ley divina a la de los prudentes respecto de la ley humana, en cuanto ambos serían expertos encargados de proponer la ley que debe ser votada y aprobada, por el concilio en el primer caso, o por la corporación de la totalidad de los ciudadanos en el segundo (Bettina KOCH, “Marsilius of Padua on Church and State”, en Gerson MORENO-RIAÑO y Cary J. NEDERMAN (eds.), A Companion to Marsilius of Padua, Leiden, Brill, pp. 139-179). Es más razonable pensar que Marsilio atribuya ese papel a un cuerpo destacado de prelados o especialistas en la ley divina dentro del propio concilio, que al solo Papa.

56 DP II xxii, 7; Scholz, 42624-42711.

57 DP II xxii, 6; Scholz, 4264-5: …quoniam et sine hoc fidei unitas, licet non sic faciliter, salvaretur (subrayado nuestro).

58 DP II xxii, 7; Scholz, 42712-14.

59 DP II xxii, 8; Scholz, 4272342820.

60 DP II xxii, 9-10; Scholz, 42821-4308.

61 DP II xxii, 11; Scholz, 4309-17.

62 DP I xii, 3; Scholz, 6410-15; I xii, 9; Scholz, 693-11.

63 DP I xv, 2; Scholz, 857-14; I xviii; Scholz, 121.

64 DP II xxii, 11; Scholz, 43017-21.

65 DP II xxii, 12-13; Scholz, 43022-43214.

66 DP II xxii, 14; Scholz, 43311-24.

67 DP II xxii, 15; Scholz, 4341-18.

68 CICERO, De inventione rethorica, I, 2.

69 Francis OAKLEY, The Conciliarist Tradition. Constitutionalism in the Catholic Church 1300-1870, Oxford, Oxford University Press, 2003, p. 66-73.

70 Brian Tierney ha observado: The most common judgment of Marsilius is that he devised a rational theory of consent for the state and then applied it to the church. It seems at least as likely that he began from an ecclesiological doctrine of community consensus and then generalized it into a political theory, Brian TIERNEY, Religion, Law, and the Growth of Constitutional Thought (1150-1650). Cambridge, Cambridge University Press, 1982, p. 50. No puede caber dudas sobre el peso de las categorías jurídicas que forjaron los canonistas y su influencia en los tratadistas políticos. En tal sentido, Marsilio no es una excepción. Sin embargo, creo que el análisis integral de la obra de Marsilio, en especial, del tejido de su estructura argumentativa, más bien confirma, en este caso, el “juicio común”.

Temas Medievales 31, 2023: 1-23